Migraña

MIGRAÑA

Tienes la sensación que algo está mal con lo que miras, pero no sabes qué es con exactitud. Parpadeas, pero ese algo no se va. Es como líquido, piensas, como si tuvieras una gota de agua tornasolada en el ojo, o quizá como un destello de luz, como el reflejo del sol de medio día en una superficie metálica. La incertidumbre sólo dura unos segundos, hasta que ese destello comienza a crecer sobre la cara de la persona con la que estás hablando. Te invade el terror mientras luces de colores comienzan a danzar zigzagueantes del lado derecho de tu campo visual. En lo que dura un instante pasas de la negación al espanto y después a la aceptación derrotista. Las luces podrían ser hermosas, deberían serlo, pero el horror que te causa el saber que ellas anuncian el inicio de un ataque te impide apreciarlas. Sientes que las odias mientras la cara de tu interlocutor desaparece bajo un contorno de lucecillas burlonas. Unos segundos antes te encontrabas alegre y dispuesto. Ahora, frente a la inminencia del ataque, te sientes derrotado, desahuciado, sin energías. Te sientes indefenso ante la enfermedad, el “monstruo”, como lo llamas. Suspiras, te pasas una mano frente a los ojos y con las yemas de tus dedos acaricias tu frente con suavidad en un último intento de borrar esas luces de tu vista.

La persona al otro lado de la mesa continúa hablando muy animada, pero tú ya no escuchas lo que dice, sólo sabes que de pronto el timbre de su voz te molesta, de la misma forma que te molestan todas las sensaciones que llegan a ti. De pronto puedes percibir todos los sonidos y olores que hay en el restaurante; el tintineo de la vajilla, el humo asfixiante de los cigarros, los murmullos de la gente que conversa y ríe, el aroma enervante del café, el zumbido de los ventiladores, el olor salado y nauseabundo de la comida, el ruido que hacen las sillas y las mesas al ser arrastradas… puedes percibirlo todo, y cada uno de esos sonidos y olores te molesta y te parece hostil, tanto como la luz del sol del medio día que entra por los ventanales. Todo a tu alrededor parece agredirte, atacar tu cuerpo con sensaciones irritantes, al tiempo que las luces continúan su risueño baile en zigzag.

-¿Te sientes bien?- pregunta tu interlocutor al ver tu ceño fruncido y tu mirada perdida.

Con trabajo, esbozas una sonrisa y respondes –Me va a dar migraña.

La otra persona insiste en pagar la cuenta para que te retires tranquilo. Agradeces el gesto y te despides de la forma más cortés que el malestar te permite.

Afuera, en la calle, el sol te azota con sus rayos de calor y de luz que rebotan en forma de destellos sobre todos los objetos a tu alrededor y golpea tus ojos por donde quiera que mires. El ruido del tránsito, el olor del humo de los carros, la dureza del asfalto que sientes a través de las suelas de tus zapatos… todas las sensaciones que recibes del mundo te atacan, como si pretendieran aumentar tu malestar. Más luces se unen a la danza y forman un arco en la periferia del lado derecho de tu campo visual. Y dentro de ese arco de luces socarronas, ves nada. Lo que se supone que deberías ver mientras caminas por la calle, los carros, las personas, los árboles… todo lo que está de tu lado derecho desaparece bajo la nada. No ves una mancha negra o un espacio en blanco; ves nada. Es como si un pedazo del universo, de la realidad misma, hubiera sido borrado. Te encuentras ante la contemplación del vacío absoluto, inconcebible e inimaginable para quien no lo haya experimentado.

Tu departamento está a sólo unas cuadras del restaurante, pero todas esas sensaciones desagradables hacen que el camino parezca eterno. Sólo quieres llegar a tu cuarto, y arrastrarte hacia la oscuridad y el silencio, como un paria. Pero el sol sigue azotándote, y el humo sigue asfixiándote y el sonido del tránsito sigue taladrando tus oídos.

Por fin llegas a tu edificio. Subes las escaleras tratando de ignorar a los vecinos que te saludan y entras a tu departamento. Maldices las lucecillas, que ahora cubren toda la mitad derecha de tu campo visual. Tienes un ligero mareo y no puedes evitar tambalearte mientras caminas hacia la cocina. Te sirves un vaso de agua fría y lo bebes mientras te diriges a tu habitación; cierras las cortinas y enciendes el ventilador, preparando el cuarto para tu convalecencia.

La nada y la danza de luces que la envuelve comienzan a retirarse poco a poco. Sabes que el dolor está cerca de empezar. Vas al baño, te desnudas, te metes bajo la ducha y abres la llave del agua fría. Cada gota de heladez que cae sobre tu piel te lastima, pero sabes que debes por lo menos tratar de refrescarte, para que cuando inicie el ataque sea lo menos doloroso posible.  Tocas tu cuerpo que ya ha empezado a enfriarse, pero al pasar tu mano por tu frente la sientes hirviendo, como si todo el calor de tu ser se refugiara en tu cabeza. Cierras los ojos para ver la danza de luces sobre el interior de tus párpados, mientras las gotas de agua helada resbalan por tus hombros. Tras unos minutos de espera, la danza se detiene y las luces dejan libre tu vista. Abres los ojos y ya no las ves, pero te cuesta trabajo enfocar y te sientes mareado y con náuseas.

Entonces comienza el dolor. Al principio es muy leve, como la sensación de una arteria que palpita más de lo normal en tu sien izquierda. Sales del baño, te secas y te vistes, mientras el dolor aumenta de intensidad con cada latido. Vas a tu habitación y te echas boca arriba sobre la cama. Te llevas la mano a la sien y puedes sentir la arteria endurecida y palpitando como si fuera a reventar. Poco a poco, el dolor se extiende por todo el lado izquierdo de tu cabeza. Cada vena, cada arteria de la piel que envuelve tu cráneo se hincha.  Cuando sientes este dolor, no puedes evitar imaginar una bola de carne y venas hirviendo y creciendo dentro de tu cerebro, que presiona contra tu cabeza desde el interior y que ocasiona tu sufrimiento.

Tu cuerpo está helado, pero tu cabeza hierve por dentro. El aire que el ventilador arroja sobre ti es tanto y tan frío que lastima tu piel. Pero ese aire no llega a tu nariz ni llena tus pulmones. Te sofocas en ti mismo.

El dolor llega hasta tu ojo izquierdo. Sientes que la presión caliente aplasta tu globo ocular como si quisiera expulsarlo de tu cráneo. Aprietas los dientes. Con las manos presionas el lado izquierdo de tu cara.  Al principio tratas de calmarte, porque sabes que si te desesperas será peor. Pero el dolor es demasiado. Sudas, pataleas, gimes, gritas por una ayuda que sabes que no vendrá. Nadie te puede ayudar. Debes soportar el dolor, esperar a que el ataque termine, como lo has hecho tantas veces desde hace mucho, desde que a los diez años de edad viste las luces por primera vez y te parecieron hermosas y fascinantes. Pero te engañaron, y como en las leyendas los duendes engañan a los niños y con sus luces los conducen al inframundo, las luces danzantes te llevaron a la enfermedad, ante ese monstruo que sin razón y sin aviso te ataca y te posee a capricho. Recuerdas a tu madre colocando compresas frías en tu frente mientras sentías un dolor que a tu corta edad ignorabas que podía existir. Hoy, ante ese mismo monstruo, te encuentras tan asustado e indefenso como cuando niño.

El dolor sigue en aumento, puedes sentirlo desde el tabique nasal hasta la base de tu nuca. Te imaginas cortando tu sien con un cuchillo o abriendo tu cabeza de un martillazo, lo que sea para sentir algo de alivio, pero el dolor no se detiene. El dolor no se detiene…

“Es sólo un dolor de cabeza” te han dicho, “No exageres” o “Relájate y en un momento se te pasa”. Pero ellos no saben lo que es. Nadie que no lo haya sentido sabe lo que es que tu cuerpo de pronto se vuelva contra ti y te castigue con dolores y náuseas y alucinaciones. Maldices a toda esa gente, desearías poder compartir tu dolor con ellos, aunque sea por un momento, para que sepan lo que es. Maldices a los médicos, alópatas, homeópatas, neurólogos, psicólogos, acupunturistas y hechiceros, a todos los charlatanes que has visto y que se han atrevido a pretender que conocen tu enfermedad sin tener una idea de lo que es en verdad padecerla. Maldices a tu cuerpo enfermo y al dolor, que aumenta y desgarra tu cerebro.

Lo peor es que por lo que dura el ataque no puedes recordar cómo se siente tu cuerpo cuando no hay dolor; olvidas por completo cómo es el bienestar. Todo lo que sabes, todo lo que conoces durante esas horas es sufrimiento, impotencia y desesperación. No quieres sentir más, no quieres ver, no quieres oír, no quieres moverte, no quieres pensar, no quieres respirar. No quieres vivir.

Las horas pasan con tortuosa lentitud. Tu cabeza palpita tan fuerte que puedes sentir cómo se sacude toda la cama con cada latido de tus venas inflamadas. Lo único que puedes hacer es aguantar.

Después de un rato, las náuseas comienzan a hacerse más fuertes y sientes una opresión en el pecho. Con el cráneo a punto de estallar te levantas de la cama y caminas hasta el baño. Te postras frente al retrete y toses con fuerza varias veces antes de vomitar. Con cada regurgitación la presión y el dolor de cabeza llegan a su punto máximo, sobre la línea de lo humanamente soportable. El margen que te deja es apenas el suficiente para que no te desmayes.

Al terminar, permaneces por unos minutos doblado sobre el retrete, jadeando y lagrimando entre el vómito y la autocompasión. Cuando tienes suficientes fuerzas para levantarte, te lavas la cara y las manos, y regresas a tu cuarto. El dolor aún sigue, pero después de vomitar se ha calmado en gran medida. La sensación de alivio relativo y de agotamiento absoluto te permite caer en un sueño profundo, pero acosado por intermitentes y espantosas pesadillas.

Cuando despiertas ya ha oscurecido. No tienes más dolor de cabeza; estás agotado, pero aliviado. Con trabajo, te levantas. La piel te arde, tienes los músculos tensos y tus articulaciones truenan con cada movimiento. Caminas hacia la cocina sin encender las luces y te sirves un vaso de agua fría. Cuando terminas de beber, miras la oscuridad a tu alrededor y suspiras.

De pronto estornudas y por una fracción de segundo, todo el dolor que tuviste hace algunas horas regresa. Te sujetas la cabeza con ambas manos y aprietas los dientes. El dolor se va tan pronto como vino. Recuerdas que no debes moverte con brusquedad, tratar de no toser ni estornudar, porque las sacudidas provocan que una gran bola de metal pesada y caliente dentro de tu cabeza se golpee contra las paredes de tu cráneo; por lo menos, es así como lo sientes y lo imaginas. Es sólo una reminiscencia del ataque.

Caminas hacia tu cuarto con pesadez. La migraña ha terminado por esta ocasión, pero el monstruo camina como una sombra junto a ti, acechándote todo el tiempo, esperando la ocasión para poseerte de nuevo.

Acerca de Maik Civeira

Escritor friki.
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5 respuestas a Migraña

  1. Bryan dijo:

    Horrible, pareciera sacado de las peores pesadillas del ser humano, y sin embargo es real, e incurable… 😦

  2. Hola, un placer, llegué hasta aquí por tu entrada “La migraña y yo”. Exelente artículo, lograste describir en pocas palabras aquello que no logro expresar con las mías, al menos como quisiera. En cuanto al relato, mi experiencia con el monstruo no incluye los cambios de temperatura, pero el resto es tal cual. Eso sí, tengo entendido que varía en cada individuo. Gracias por escribir, me alegra no estar sólo.

    P.D.: Bendito Oliver Sacks. He de conformarme con “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” porque aún no consigo desc… comprar su libro “Migraña” en ninguna pag… librería. ¿Conocerás alguna? 😉

  3. Maru dijo:

    La verdad es que acabo de leer el articulo que escribiste y es muy similar a lo que te pasa con respecto a las luces , cuando se aparecen con diferentes colores moviéndose por todas partes , disfruté cada palabra de tu cuento y me hiciste llorar al sentir tal incomprensión por los demás hacia nosotros.
    Es es impresionante como se relaciona con lo que yo me siento personalmente , en mis relaciones sociales por ejemplo me quedo «estancada» en un «algo» . Ahora a mi no me dan muy seguidos pero tengo los mismo sintomas como; vomitos , llantos, dolor , ganas de algo frio en la cabeza , dormir en la oscuridad sin ruido y esas cosas.

    Para eso siento que la marihuana, el deporte y la vida sana es la mejor medicina legalicenlAaaa !

Sé brutal