31. Por fin en casa

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            Bilcho se carcajeó sin pudor con mi relato. Cuando le sugerí que había que denunciar al hombre del chango y su operación clandestina, me dijo que no me molestara, que de seguro ya tenía compradas a las autoridades correspondientes. Sin más me alojé de nuevo en casa de mi amigo; tuve pesadillas por varios días, pero no le dije por medio a sus mofas.

Recuperamos nuestra rutina habitual de pasarla entre Circo, fiestas y convivios. Las noches en las que estábamos muy cansados o no teníamos dinero para salir (que eran las más), nos dedicábamos a la melomanía. Solíamos encender un porro, echarnos en la bodega de la computadora o en nuestra habitación, y escuchar música hasta quedarnos dormidos. Bilcho me decía “esto es ambient, esto es goa, esto es hardcore, esto es house, esto es industrial, esto es techno, esto es jungle…”

            Una noche de aquéllas estábamos pachequeando en el cuarto de Bilcho cuando sonó el timbre de la puerta. Me levanté y abrí; frente a mí estaba un muchacho como de dieciocho años, rubio, de ojos verdes, ancho de hombros y de brazos fuertes, y con muchos barros y espinillas en el rostro.

            -¿Y quién chingados eres tú? -me preguntó con arrogancia.

            -Este… -empecé a responder.

            -Quítate -dijo, haciéndome a un lado con un empujón y entró.

            -¿Es Julio? -preguntó Bilcho saliendo del cuarto-. Debe haber muerto un judío.

            El tal Julio atravesó la casa hasta llegar a la puerta de su cuarto. Trató de abrirla, pero estaba cerrada con seguro. Entonces, procedió a darle de patadas.

            -Macho -dijo Bilcho-, ¿qué, en nombre del choston, estás haciendo?

            -Cállate y échame la mano.

            -Hm… No, no lo creo.

            Julio se volvió con una mirada furiosa, pero Bilcho se mantuvo tranquilo. Entonces el güero salió de la casa a toda prisa y en unos segundos regresó acompañado de un tipo grande, gordo y peludo, con varios tatuajes trazados sobre sus obesos brazos. Entre los dos derribaron la puerta del cuarto, y de él extrajeron toda clase de aparatos electrónicos: televisores, reproductores de DVD, estéreos y algunas computadoras. Me asomé a la calle y los vi subiendo el botín a una camioneta. Cuando hubieron vaciado el cuarto, Julio se volvió hacia nosotros, sacó una navaja del bolsillo de su pantalón y dijo:

            -Yo me pinto para siempre. Y ojo con decir algo, hijos de la chingada, ¿eh?

            -Ta bien, güey -contestó Bilcho firme y tranquilo.

            Cuando se hubieron ido, Bilcho me dijo algunas cosas sobre nuestro evasivo roomie.

            -Ese pelaná… Ya sospechaba que andaba en ondas ilegales, pero no pensé que hubiera robado tantas cosas. Pinche Julio, está bien jodido del cerebro ese cabrón.

            -¿Qué pedo con ese güey?- pregunté.

            -Es de Ciudad Plana. Su jefe es policía, de los macizos. El segundo al mando o algo así. Y el cabroncito siempre ha sido un pinche delincuente juvenil. Desde chavito andaba en bandas y todo eso, y luego en los arrancones. ¡Puta, las cosas que me ha contado ese cabrón! Anduvo robando casas en una colonia allá en Ciudad Plana. Lo cacharon los vecinos y entre todos lo agarraron y lo consignaron a las autoridades. Pero llegó el papá y amenazó a los vecinos para que no hablaran. Luego, un día, llegó así no más con un muchacho de la escuela al que siempre jodían y le metió un batazo en la cabeza: ¡zaz! Le dio tan duro que lo dejó pendejo de por vida. En seguida el papá de Julio lo mandó al extranjero para que no lo arrestaran y se las arregló con la familia del chavito; no sé si los amenazaron también o les dieron dinero; seguro ambas cosas. Julio volvió después de año y medio de estar en Canadá; enseguida se unió a una banda. Quizá oíste hablar del chavito de Chuburléans al que le metieron un petardo por el culo…

            -Sí, fue muy sonado.

            -Pues fue la banda de Julio. Me contó que fue él mismo quien le metió le petardo al niño, se lo encendió y lo vio estallar. Agarraron a toda la banda menos a él. Sus papás lo quisieron mandar otra vez a Canadá, pero él no quiso y se escapó para acá.

            -No mames, güey. ¿Y no te daba miedo vivir con ese psicópata?

            -Nah. Sé cuidarme solo. Además, si no te metes con él no hay pedo.

            -Ala madre, pos qué jodido.

            -Así es… -musitó Bilcho asintiendo con gravedad, pero luego se le prendió el foco- ¡Mi chavo! ¡Te puedes quedar con el cuarto de Julio! Así ya no tienes que buscar casa y me puedes ayudar con la renta.

            -¡A huevo! -exclamé- A toda madre. Voy a ver si dejó algo en su cuarto.

            Todo lo que había era una base de cama con su colchón, pero sin sábanas. Era suficiente.

            -Perfecto -dije entusiasmado-. Ya está, problema resuelto, aquí me quedo.

            -Pues sí, mi chavo, ¿cómo la ves?

            -Muy Deus ex machina.

            -Sí, es lo que pensé.

Esa media noche, la primera que pasaba en mi nueva habitación, me despertó una voz espectral que clamaba:

-¡Juuuulio! ¡Juuuuuulioooooo!

Sin levantarme, abrí con pesadez los ojos y, aún medio dormido, me pareció ver frente a mí la silueta de un muchacho que flotaba sobre el suelo.

-¡Julio, tú me mataste…!

-Yo no soy Julio –balbucí perezoso.

-Ay, perdón -dijo la sombra cambiando por completo el tono de su voz-. ¿No sabes a dónde fue?

-Ni idea –aseguré bostezando.

-Ah, bueno, disculpa. Buenas noches -la sombra desapareció a través de la pared y yo volví a dormirme.

A la noche siguiente, de nuevo llamaron con fuerza a la puerta de la casa. Abrí y me encontré con un policía.

-Buenas noches –dije.

El agente de la ley entró a la casa seguido de dos de sus compañeros. Bilcho salió de su cuarto para ver qué pasaba, mientras los policías se escabullían por todos los rincones inspeccionando la casa.

-¿Se puede saber cuál es el motivo de su visita? -pregunté al fin.

Los policías no respondieron y siguieron registrando la casa.

-¿Tienen orden de cateo? -dije molesto y los policías se carcajearon.

-Vámonos -dijo un policía agarrándome del brazo.

-¿Qué? ¿Por qué?

-¡Cállate, hijo de la chingada! -gritó el de café dándome una sacudida; volteé la  cabeza y vi que a Bilcho también lo llevaban arrastrando.

-¿Pero nosotros qué hicimos? -dije espantado mientras nos sacaban de la casa a empujones y nos conducían hacia una de las dos patrullas que estaban estacionadas frente a la casa -¿Tiene orden de aprehensión?

-¡Que te calles, cabrón! -exclamó el policía al tiempo que me arrojaba al asiento trasero de la patrulla.

Cuando Bilcho y yo estuvimos ahí metidos, uno de los policías nos esposó de los tobillos a unas argollas de metal fijas al suelo. Vi alejarse la imagen de la casita a través de la ventanilla.

-Cálmate, Diego, todo va a estar bien -me susurró Bilcho-. Escucha, pase lo que pase, aunque te peguen, o algo peor, tú no firmes nada, ni confieses nada, porque si lo haces ya te tienen de los huevos.

-¡Que se callen, carajo! -volvió a gritar el representante de la justicia.

Nos llevaron por las calles de una zona de la ciudad me era desconocida y después de unos veinte minutos llegamos a una estación de policía. Mientras nos llevaban arrastrados los cabellos, un policía que estaba por allá sentado en un banquito y comiendo una torta empezó a bailar y a cantar.

-¡Ay, sí! ¡Ay, sí! ¡Soy inocente! ¡Soy inocente! Ja, ja, ja.

Entramos al edificio, atravesamos un par de salas y luego nos condujeron por un pasillo estrecho que tenía dos celdas de cada lado. En la primera de la derecha estaba un adolescente evidentemente borracho echado en una banca de madera; a nosotros nos metieron en la segunda. Era un espacio sucio y húmedo que apestaba a orines. Un retrete solitario y sarroso emergía de las sombras en una esquina y miraba de frente a una banca como la de la otra celda. Bilcho y yo nos sentamos.

-¿Y ahora? –dije-. ¿Qué carajo está pasando?

-No sé, macho. Pero estoy seguro que tiene que ver con el cabrón de Julio.

-No mames, güey. Ni siquiera nos dijeron de qué se nos acusaba ni nos mostraron órdenes aprehensión o de detención. Cuando salgamos de aquí voy a hacer un escándalo mediático.

Bilcho me miró condescendiente, me dio un apretón de manos y dijo: -Bienvenido a México.

-No mames. ¿Cuánto tiempo crees que nos tengan en esta cárcel?

-Éstos son los separos, no la cárcel. La ley dice que nos pueden dejar aquí setenta y dos horas, o algo así, no lo sé, la verdad. Pero como esto es México, nos pueden refundir en este cuchitril el tiempo que les dé la gana. Pero nos podría ir peor; por lo menos hasta ahora no nos han dado choques eléctricos en los huevos ni nada de eso…

-No mames, güey, ¿hacen eso?

-¿De dónde dices que eres?

-No mames.

-Tranquilo, no creo que la situación amerite tanto. Tú relájate, yo me preocuparé.

Estuvimos ahí por más horas de las que pude contar. La celda no tenía ventana, pero supe que amanecía cuando escuché cantar a los pájaros. Estaba cansado, hambriento y asustado. Entonces oí pasos que se acercaban por el pasillo y desperté a Bilcho. Nos asomamos lo más que pudimos por los barrotes de la celda y a través de ellos vimos a una señora escoltada por dos policías caminando hacia la celda contigua.

-Ya estufas. Te vas -dijo uno de los policías mientras abría la celda.

-¡Mamá! -escuchamos decir al chavo.

-Nada de mamá. Vas a estar castigadísimo. Vámonos.

-¡Señora, señora! -gritó Bilcho- ¿Me podría prestar su celular?

-Ignórelo, señora -dijo uno de los policías.

-¡No, señora, por favor! –supliqué a gritos-. Nos han tenido incomunicados y no nos han dejado hacer nuestra llamada.

La mirada suspicaz de la mujer pasó de nosotros al policía.

-¿Qué hicieron esos muchachos?

-Robaron unas casas.

-¡No es cierto, señora! -exclamé desesperado-. Nos quieren achacar algo que no hicimos.

La señora pareció dudar unos instantes, pero luego dijo con firmeza: -Les voy a prestar el teléfono -los policías no pudieron hacer más que refunfuñar.

La mujer sacó su celular de la bolsa y se lo entregó a Bilcho, quien en seguida se apresuró a marcar un número.

-Contesta, contesta, contesta… ¡Wiki…! Oye, macho, tenemos una situación… Estamos en los separos de la policía… ¡Sí, macho…! ¡Te lo juro…! ¡Sí…! No sé, nos quieren achacar lo que hacía Julio… ¡Robaba casas…! No, coño… Bueno… Bueno… Está bien… Sale… Bueno… -Bilcho colgó y le devolvió el teléfono a su dueña –Muchísimas gracias, buena señora, se va ir usted al cielo con todo y sus lindos zapatos.

El adolescente y su madre se fueron de ahí escoltados por los dos policías.

-Bueno, que Wiki viene para acá. No te preocupes, su abuelo es abogado y tiene influencias. Te apuesto a que en dos patadas nos saca.

Como cuarenta y cinco minutos más tarde se presentó ante nuestra celda un venerable caballero, de vigorosos sesenta años, alto, de espalda prominente, de manos grandes y quijada cuadrada, con su majestuoso cabello gris muy bien peinado. Venía acompañado de un policía.

-¿Qué pasó, muchachos?

-Ay, Monesvol -suspiró Bilcho-. Gracias por venir, don Manuel.

-Muchísimas gracias, señor -secundé.

El policía abrió la celda y salimos.

-Vamos, muchachos -dijo don Manuel-. El capitán quiere hablar con ustedes.

Dejamos el ala de las celdas al mismo tiempo que un viejito con ropas de campesino era arrojado a una de ellas. El anciano dijo algunas palabras en maya y el policía que lo encerraba le gritó que se callara la boca. Me detuve un momento, con el temeroso impulso de averiguar qué pasaba, pero los policías me empujaron hacia afuera. Salimos y ya nunca supe qué pasó con él. Llegamos a una oficina amplia y llena de carteles propagandísticos de la Policía Estatal, en la que el aire acondicionado rugía con heladez. Detrás de un imponente escritorio estaba un policía flaco y panzón, con un grueso bigote sobre el labio.

-Bueno, muchachos. A ustedes los encontraron en una casa en la que nuestra investigación arrojó que vive el líder de una pandilla que se dedica al hurto. ¿Qué pasó?

-Pues mire, señor… -comenzó a decir Bilcho.

-Capitán.

-Disculpe, capitán… En esa casa vivimos nosotros dos y un muchacho de Inglaterra…

-¿Dónde está ese muchacho?

-No sé, siempre anda de aquí para allá. Pero el caso es que, hasta ayer, vivía con nosotros otro muchacho. No sabemos lo que hacía, porque casi nunca estaba en la casa. Pero antenoche llegó todo apurado y sacó de su cuarto un montón de cosas, como televisores y grabadoras y todo eso. Eso es todo lo que sabemos.

-¿Saben a dónde iba este muchacho?

-Ni idea.

-¿Saben cómo se llama?

-Julio -dije de forma automática.

-¿Julio qué? -preguntó el capitán.

Yo no sabía el apellido y Bilcho dudó unos momentos antes de atreverse a decirlo:

-Julio Zahaydem Marrufo.

Al capitán se le escapó una expresión de asombro y temor.

-Bueno, eso es todo. Pueden irse a sus casas.

Salimos del edificio acompañados por don Manuel; en el estacionamiento nos esperaba Wiki sobre el asiento del conductor de un lujoso auto deportivo. Subimos y emprendimos el camino de regreso a casa.

-Ay, muchachos -dijo don Manuel-, deben aprender a elegir sus amistades. No puede ser que tengan a un compañero que sea un ladrón y que no se den cuenta. ¿Ya ven lo que les pasa? Ya los iban a mandar al Cereso.

-¿Así? ¿Sin juicio y sin nada? -pregunté espantado.

-Pues sí. Eso pasa a cada rato -dijo don Manuel-. Hay un delito, agarran al que sea, lo meten al Cereso y anuncian que ya se cerró el caso. Está muy mal, pero así son las cosas.

-¿Le costó mucho trabajo sacarnos, don Manuel?- preguntó Bilcho.

-No, sólo tuve que llegar y hablar con el capitán. Lo conozco desde hace muchos años. Pero les tengo malas noticias.

-¿Qué pasó?

-Bueno, que en su casa encontraron un estéreo y una computadora. Los policías decidieron que también eran robados y se los llevaron como evidencia. También encontraron muchos discos y dijeron que era piratería…

-¡No…! -dijo Bilcho casi desfalleciendo.

-Logré convencerlos de que eran del otro muchacho, pero se los tuvieron que llevar. Por cierto -agregó don Manuel dirigiéndonos una mirada severa-, también encontraron un paquete de marihuana, que supongo que igual era del tal Julio…

-No…- repitió Bilcho en un susurro, sin hacer caso a lo de la mota. –Y ahora, ¿en qué voy a hacer mi música?

-No te preocupes, camarada -le dijo Wiki-. Puedes ir a mi casa a usar mi compu cuando quieras.

-Gracias, macho…- Bilcho estaba inconsolable.

Apenas Wiki y su abuelo nos dejaron en la casa, corrimos al interior para cerciorarnos de que en realidad se habían llevado nuestras cosas. Así fue. El estéreo del cuarto de Bilcho ya no estaba y en la bodeguita de atrás sobresalía el gran espacio vacío dejado por los discos y la computadora.

-Lo siento mucho, bro -le dije dándole palmaditas en la espalda.

-Tantas horas de bajar mp3 y quemar discos… Pero bueno, nos pudo haber ido peor… mucho peor. De ahora en adelante hay que hacer exámenes psicométricos a todo el que quiera venir a vivir con nosotros. Y hay que echarle un ojo al cabrón de Nathan, no vaya ser que esté traficando blancas o algo así.

            Seguimos la inspección. También se habían robado el dinero que yo guardaba en mi mochila y el que Bilcho tenía ahorrado. Estábamos quebrados y sin música.

            -¡A la chingada!- dijo Bilcho –Vamos a tener unas semanas de recesión. Pero bueno.

            -¿Y qué haremos?

            -No te preocupes, nos recuperaremos. Ahora yo voy a descansar, que me duele la espalda como si me hubiera corrido encima una manada de cabras locas.

            Nos fuimos a dormir cada quien a su cuarto. En las últimas dos semanas había sido privado de mi libertad en dos ocasiones, una vez por el crimen y otra por la ley, ambas sin saber qué sería de mí. Era una forma de miedo completamente nueva, pero a pesar de todo sentí que ahora estaba seguro en mi casa. Como ese día no había Circo, pude darme el lujo de dormir hasta media tarde. Cuando desperté ya había anochecido. Salí de mi cuarto y me encontré a Bilcho en la mesa de la cocina, leyendo un libro y chupando una naranja.

            -Hey -saludé.

            -Qué patín.

            -Supongo que no haremos nada hoy…

            -Ni hoy, ni en un buen rato, mi chavo.

            -Chale. Sólo nos queda aplatanarnos aquí como ostras.

            -Aplatánate tú. Yo tengo mis libros. La tira no roba libros, como es bien sabido, a menos que el Ministerio de la Verdad les ordene quemarlos para acabar con la disidencia.

            -Ah, sí. Tú lees.

            -¿Tú no?

            -No. Me da mucha hueva. Bueno, una vez intenté leer los de Harry Potter, pero me di cuenta de que no tenía caso porque para eso están las películas…

            -Chaz -musitó Bilcho levantándose de la mesa. Entró en su cuarto y salió de nuevo en unos segundos con un librito azul en la mano; me lo entregó-. Es tu decisión, te puedes aburrir o puedes leer un buen libro. Tú sabrás.

            Miré el título del libro, era Recuento de poemas de Jaime Sabines.

            -Oras -dije sin entusiasmo.

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Acerca de Maik Civeira

Escritor friki.
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